Había una vez un pequeño bebé llamado Ari, quien descubrió su amor por los garabatos.
Desde muy temprana edad, Ari mostró un gran interés en los colores y las formas.
Cada vez que tenía un crayón en sus manitas, no podía resistirse a hacer garabatos en cualquier superficie que encontrara.

Sus garabatos eran un reflejo de su personalidad única.
Con trazos enérgicos y curvas suaves, Ari expresaba su alegría y entusiasmo por el mundo que lo rodeaba.
Sus garabatos eran un estallido de colores brillantes, como si estuviera pintando el arcoíris en cada hoja de papel.

A medida que Ari crecía, sus garabatos se volvían más complejos y detallados.
Las líneas se volvieron más precisas y su control sobre el crayón mejoró desarrollando su destreza manual.
Dibujaba figuras fantásticas, como gatitos voladores y flores parlantes.
Sus garabatos eran ventanas a un mundo mágico que solo élla podía ver.

Pero…
A medida que Ari crecía, sus garabatos se convirtieron en otra forma de comunicación, la de las letras.

Con cada una de ellas, aprendió a compartir sus pensamientos mas íntimos.
Estas eran su nueva voz, la manera de contar historias usando el hechizo de las palabras.
Y según crecía, la escritura de Ari se volvió más refinada y expresiva.
El lapicero reflejaba esa personalidad en constante evolución: audaz, creativa y llena de vida.

Pero ella nunca olvidó que a través de sus garabatos fue como en verdad comenzó a dejar una huella única en el planeta.
Ari siguió escribiendo a lo largo de su existencia, explorando su creatividad con diferentes útiles de escritura.
El cuento de Ari nos enseña que los garabatos son más que simples rayajos en un papel.

Son una ventana a la imaginación, una expresión de la personalidad y una forma de comunicación única.
¡Así como Ari, todos podemos dejar nuestra impronta a través de los garabatos!.
